Supongamos que Lucho es un responsable trabajador de limpieza pública de Lima que se encarga de recoger la basura casa por casa todos los días. A fines de febrero, cuando el virus se iba convirtiendo en la noticia principal, Lucho apagaba la radio, no quería estresarse por una gripe que parecía distante. Pero esa sensación cambió radicalmente cuando días más tarde, de camino al trabajo, se confirmó el primer caso en Lima. Un niño de un colegio caro ubicado en la zona que le correspondía peinar con el camión. “Estoy jodido”, pensó. Sintió miedo.
La cuarentena estricta y los diarios mensajes presidenciales llegaron como salvavidas. Si bien su trabajo no podía parar, ver las calles vacías, escuchar algunos aplausos desde los edificios, encontrar bolsas con desechos COVID-19 marcadas para que redoblen el cuidado, lo tranquilizaban. Aunque los casos aumentaban, los militares y la policía ponían orden en las calles y el bono anunciado mantendría a la gente en sus casas. Así pensaba Lucho.
Pero, una vez iniciada la reactivación económica en mayo, las calles se fueron llenando de más y más gente, al igual que los desechos en los botes de basura, y no habían nuevos mensajes para los que salían a trabajar, salvo la mascarilla y la distancia. Casi ningún recordatorio en las calles, en los paraderos. El miedo volvió a asomarse cuando las camas UCI se agotaron. A su vecina Juana de la bodega la llevaron de emergencia, pero estaba todo lleno. Regresó a casa a respirar vapores de eucalipto. Sin embargo, el mensaje del gobierno era optimista, ya estábamos casi en la meseta, repetían todos los días.
La cuarentena duró hasta fines de junio, cuando la curva de casos y fallecidos tuvo una ligera caída que fue celebrada como victoria. Sin poder contener más a los trabajadores independientes, cuyo bono no llegaba o ya se había agotado, el aislamiento obligatorio se soltó como corcho de champán Noche Buena sin más información que un anuncio presidencial. Lo importante, según el gobierno, era cuidarse y estar bien uno mismo. A Lucho le dieron un protector de rostro. Nada más.
Volvieron las colas en los paraderos, en los centros comerciales, en los bancos, y el tráfico infernal. En su barrio, jóvenes y adultos se juntaban los viernes en la bodega a tomar una cervecita, y el sábado un par de karaokes resonaban en las casas contiguas. Un conocido de Lucho falleció. Su sobrina Laura se contagió y logró recuperarse, aunque sus pulmones quedaron dañados. No tuvo la misma suerte el abuelo Rubén, quien sigue en cuidados intensivos. Su esposa María lo pasó como un resfriado. Fabrizio, en cambio, el hijo de Lucho, un muchacho atlético, fue hospitalizado y perdió toda su musculatura en solo dos semanas.
Lucho se fue acostumbrando al virus, a las malas noticias, a la enfermedad y la muerte. De rato en rato se saca la mascarilla usada porque le hace sudar cuando maneja el camión y no siempre logra guardar la distancia de una vaca en los lugares público. Nadie los supervisa. Los políticos también se acostumbraron al virus, el presidente dejó de salir seguido en televisión, se enfrentó al congreso otra vez, habló de la importancia de la minería, de la reforma universitaria. Éramos los mismo de antes, pero con mascarilla mal puesta. Nadie persuadió a la gente de que teníamos que cuidarnos todos, juntos, permanentemente. Cuando Lucho se contagió, no dijo nada, no quería perder el trabajo. De hecho, no podía perderlo.
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La historia de Lucho es una ficción, por supuesto, pero probablemente se aproxima bastante a nuestra realidad: con el pasar del tiempo las personas parecen cuidarse cada vez menos frente al virus. Y este es un hecho que no solo ocurre en una discoteca de Los Olivos con jóvenes de Lima Norte. El relajamiento de las normas es un fenómeno que antecede al virus y es transversal a todas las clases sociales, niveles educativos, etc. Entonces ¿se trata solo de patologías individuales como se ha estado repitiendo complacientemente en la televisión para quién busca culpables y enemigos de guerra? Me parece que no.
Hay muchas variables que pueden sumar a entender por qué tantas personas incumplimos las normas si el riesgo es alto. Una primera, por ejemplo, es la desigualdad estructural que nos acompaña. De acuerdo con la posición que tengamos en “la sociedad”, con más o menos poder, recursos, educación, etc., será más fácil o difícil el cumplimiento de normas. La arquitectura de la desigualdad genera problemas como la informalidad, la dificultad de acceso a la salud y la educación, y hace que otros derivados, como el caótico sistema de transporte público o el abandono del sistema de mercados, perjudique más a quiénes están en desventaja.
La desigualdad, por lo tanto, limita el abanico de decisiones que podemos tomar y fomenta las negociaciones por debajo del tablero para (sobre)vivir. Una persona afectada por la desigualdad no podrá cuidarse tanto como una que tiene mayores privilegios así lo quiera, porque no tendrá los recursos para comprar o renovar protectores, tendrá que salir a trabajar a lugares con mucha afluencia de personas, usar un trasporte colapsado y asistir a mercados abarrotados. Aquí, Marco Sifuentes explica, a partir del libro de Dan Ariely, cómo así sacarle la vuelta a la norma no es siempre tan “irracional” como creemos.
Pero, efectivamente, esto no explica por qué quienes sí tienen recursos suficientes incumplen también las normas: usan la mascarilla debajo de la barbilla o sobre la nariz, no respetan la distancia social, visitan a sus familiares, acuden a fiestas, etc. No romanticemos la irresponsabilidad, dijo Carlos León Moya hace poco y tiene razón. Son irresponsables, eso no está en duda. No se debe mirar con condescendencia la falta o justificar “la pendejada”. Pero sí considero importante intentar comprender la transgresión desde diferentes enfoques, para que, ahí donde sea posible, se implementen mecanismos que busquen reducir la irresponsabilidad. Por ejemplo, si partimos de un argumento estructural como el de las desigualdades, aquí Matheus Calderón pone sobre la mesa que para los menos privilegiados tal vez el miedo a la muerte puede ser secundario y el disfrute cortoplacista más valorado.
Ahora quiero centrarme en un artículo de Jay J. Van Bavel y otros (2020) que contiene varios factores que pueden ayudar a explicar el incumplimiento. Primero, los autores señalan que las personas suelen exhibir un “sesgo optimista” en el cual piensan que es menos probable que le pasen cosas malas a uno que al resto, evitando así emociones negativas y llevándolas a subestimar el riesgo e ignorar las advertencias. Segundo, indican que la necesidad de ganar pertenencia o aprobación social hace que su comportamiento esté influido por la aprobación o desaprobación del resto, donde no siempre prevalece o incluso se desprecia lo saludable. Tercero, sostienen que la ausencia de liderazgos legítimos dificulta el persuadir a la población de adoptar comportamientos saludables, lograr compromisos reales con las medidas de prevención, y más bien fomenta abrazar la filosofía del “cada quién baila con su pañuelo”. Y cuarto, los autores indican que como el aislamiento social choca con el instinto humano de conectarse con los otros – aquello que permite regular las emociones, gestionar el estrés y mantenerse resilientes durante tiempos difíciles – y los obliga, en cambio, a la convivencia permanente con el núcleo familiar que puede ser violenta y hacinada, transgredir la norma es una forma de reconectarse con los demás y escapar de situaciones adversas.
En ese marco, ¿será posible hacer algo para que más personas cumplan las normas en la medida de sus posibilidades? Yo creo que sí. Irresponsables habrá siempre, pero su número podría reducirse si quiénes toman las decisiones logran que la estructura que nos sostiene y que es difícil de cambiar con este estatus quo, deje su pasividad usual y al menos busque activamente cambios en el comportamiento ciudadano, reconociendo nuestras desigualdades estructurales y heterogeneidad cultural. Un pensamiento pragmático. Pero eso no se logra solo con protocolos en el papel y resondrones presidenciales cada quince días. La Organización Mundial de la Salud ha señalado hace varios meses que no se puede tener una adecuada respuesta a la pandemia, sin una oportuna estrategia de comunicación que logre que la población interiorice y se apropie de las medidas de prevención y protocolos de salud.
Lamentablemente, la comunicación ha sido una de las grandes debilidades del gobierno peruano. Si bien las dos campañas que lanzaron – “Quédate en casa” y “Primero mi salud” – tienen una alta recordación de acuerdo con los estudios realizados, esto no quiere decir que hayan sido efectivas. La primera estuvo enmarcada en una estricta cuarentena obligatoria: te tenías que quedar en casa o ibas preso. La segunda, que era la llamada a preparar a la población para el momento de la apertura, falló, pues una vez levantada la medida, los contagios y fallecidos crecieron como la espuma y el incumplimiento fue pan de cada día. Pecó de plana y fría, colocando la responsabilidad en el individuo y su percepción personal sobre lo que es mejor para sí mismo. Qué miedo.
Y es que lo que primero requiere una pandemia no es una campaña de comunicación normal, sino una adecuada comunicación de riesgo que ajuste la percepción del peligro de la población, que nos recuerde permanentemente que la amenaza continúa y que no debemos de bajar la guardia. La comunicación de riesgo, como indica Mario Riorda en este artículo, no requiere de rutas específicas para resolver la situación y solucionar el problema (características de la comunicación de crisis), sino que se enfoca en “prevenir, concientizar, modificar hábitos o comportamientos”, antes, durante y después de un evento crítico. La meta es muy concreta: que el riesgo sea asumido por la gente. Eso sí, Riorda recuerda que esta se sostiene en las acciones integradas que toma el gobierno para reducir la amenaza. O sea, si no hay acciones coherentes con los mensajes, pues no va a funcionar. En suma, la comunicación de riesgo es un mecanismo que puede ayudarnos a evitar acostumbrarnos a la muerte y además promover el cumplimiento de las normas.
Entonces, ¿cómo hacer una buena comunicación de riesgo (incluso a estas alturas del partido)? No es fácil, sobre todo en un país tan heterogéneo como el nuestro. Recordemos que el riesgo es también una construcción cultural. Sin embargo, el texto de Jay J. Van Bavel y colegas presenta algunas recomendaciones para mejorar la comunicación en tiempos de pandemia, que deberíamos tomar en cuenta sobre todo ahora que el gobierno por fin ha lanzado una campaña de comunicación de riesgo: #ElCovidNoMataSolo #NoSeamosComplices. Estas recomendaciones pueden servir para mejorar esta campaña y también evaluarla:
1.- Apelar al miedo para romper el sesgo optimista. Solo resultará si al mismo tiempo transmite mensajes convincentes de eficacia de las acciones de prevención o normas y evita generar sentimientos excesivos de ansiedad y miedo.
2.- Priorizar el factor emocional sobre la información fáctica. Impulsa mejor la percepción de riesgo y genera disposición hacia la información científica más difícil de digerir.
3.- Utilizar términos colectivos e instar a actuar por el bien común. Se aprovecha así los sentimientos de identidad compartida y preocupación por los otros que emanan de estar en una situación común de desastre. Si, los estudios indican en una situación de peligro predomina la cooperación frente al egoísmo. Se debe evitar representar a los otros como competidores o personas que ven solo por sí mismas.
4.- Persuadir con voces confiables que cuenten con legitimidad. Las alianzas con voceros locales y organizaciones de base confiables para la población pueden impulsar la amplificación del mensaje principal y su adaptación adecuada a diferentes realidades.
5.- Convertir lo individual en colectivo. Aproximarse a los valores morales de los destinatarios, resaltar la aprobación social de las actitudes moralmente correctas para la crisis, sancionar a los desertores y premiar a los cooperantes.
6.- Centrarse en los peores escenarios. Incluso si son inciertos, alientan a las personas a hacer sacrificios por los demás.
7.- Cambiar el término “distanciamiento social” por “distanciamiento físico”. Se evita generar una sensación de aislamiento, que agrave sentimientos de soledad con consecuencias negativas para la salud, y abre la posibilidad de la conexión social.
Adicionalmente, la comunicación debe adaptarse a las diferentes audiencias y en la medida de lo posible incluirlas en el proceso de ajustar la percepción del peligro. Gaya Gamhewage señala aquí que uno de los problemas de la comunicación de riesgo es que suelen definirla los expertos sin conocer la diversidad de percepciones de la ciudadanía. Por otro lado, como señala Riorda aquí, que es necesario construir un mensaje que no obligue sino promueva a que la gente acepte voluntariamente el riesgo y utilice imágenes y sensaciones compartidas. Por último, la campaña debe estar en todos lados: en las redes, los teléfonos, el televisor, la radio, las calles, los parques, las avenidas, los trabajos, etc., de manera constante, permanente o al menos periódica.
Hace una semana, desde el colectivo Es Momento decidimos que no solo era importante pensar, reclamar y debatir sobre el incumplimiento de las normas y la falta de comunicación, sino hacer. Por eso, lanzamos la campaña #EsMomentoDeCuidarnos, que intenta considerar la mayoría de las recomendaciones de este texto. Queríamos decirle a la población que si queremos cuidar al tío Lucho, a la tía Juana, al abuelo Rubén, a mamá María, a la prima Laura y al sobrino Fabrizio, y no verlos enfermos, tenemos que trabajar juntos y olvidar el mantra individualista. También queríamos que funcione como una llamada de atención al gobierno, quienes teniendo los recursos para hacer algo grande, se demoraron demasiado en empezar la campaña, una a la que esperamos sumarnos y que queremos que marche bien. Y, por último, es una forma de a animar a la sociedad civil a sumarse al esfuerzo de comunicar, a convertirse en amplificadores de los mensajes de alerta y de cuidado, a traducir de acuerdo con sus realidades y a ser pieza clave para que esto cale.



Pero ¿acaso solo una fuerte campaña va a asegurar el cumplimiento de las reglas de juego? Pues no. Como vimos, hay muchos temas estructurales y culturales que la dificultan, y también hay decisiones políticas que ha tomado el gobierno que son incoherentes o inconsistentes con el mensaje de prevención que necesitamos posicionar y que facilitan, en cambio, el incumplimiento. Sin embargo, para evitar acostumbrarnos al peligro, a la enfermedad, al dolor y a la muerte – yo estoy cansada de eso – al menos tenemos que intentarlo.
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Noelia Chávez Angeles es sociológa de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y tiene un Máster en Gobierno y Administración Pública por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset de Madrid (IUIOG). Ha sido docente e investigadora en la PUCP, y asesora política y de comunicaciones en SUNEDU y MINEDU. Actualmente estudia una especialización en comunicación política en la Universidad del Pacífico.
Edición: Alejandra Bernedo
Imagen de portada: Gobierno del Perú