Vizcarra, Tía María y las bases éticas del neoliberalismo

Por Julio Salazar Delgado

El principal problema con la decisión de la Southern y el Ejecutivo de llevar a cabo el proyecto Tía María (Valle del Tambo – Islay, Arequipa) es que el gran inversionista está primero. Primero están sus intereses, sus racionalidades, su sistema de valores, su visión del mundo y del país. Esta decisión es una expresión más de la ininterrumpida continuidad del autoritarismo neoliberal: las voces y voluntades de la gente de a pie están supeditadas a las del gran capital. Estrechamente unidos, Estado y empresa minera proponen diálogo, pero solo después de haber impuesto de forma exclusiva y excluyente una decisión fundamental: Tía María va. Así las cosas, el conflicto parece ser inevitable.

La evidente verdad subyacente a esta decisión es que para el Gobierno el proyecto va sí o sí: su implementación no es algo que sea puesto en cuestionamiento. En el neoliberalismo no son los derechos sino los proyectos de gran inversión –y por ende los intereses del gran capital– los que están investidos de un aura de religiosidad, de cosa sagrada, de cosa innegociable, en tanto son dogmáticamente concebidos como condición sine qua non del desarrollo económico. A partir de dicho supuesto, Gobierno y empresa minera asumen, prácticamente al unísono, que el diálogo no es un fin en sí mismo sino un medio para lograr convencer a la gente de que el proyecto es justo, necesario y beneficioso para ellos y para el país, sin daños posibles. Ese es el único sentido del diálogo: está pensado para convencer y negociar en una única dirección, negándose por completo la posibilidad de que este involucre veto al proyecto. Ello, por supuesto, pensando el veto como algo que es únicamente válido en tanto es reconocido por el Estado. En la práctica, el veto social fue dado por la mayoría de la población local años atrás. No reconocer la validez de dicha decisión y pasar por encima de ella es clara evidencia de que el Gobierno está ejerciendo un poder autoritario, el cual en el marco del sentido común neoliberal imperante en nuestra sociedad es fácilmente disfrazable de “dialogante”. Es como si para este la gente no hablara, no hubiese protestado, no hubiese muerto en defensa de su autonomía.

Para entender mejor este escenario echemos una breve mirada al discurso de la coalición extractivista. Esta se encuentra integrada por el Gobierno central (liderado por el Presidente Vizcarra) y la empresa minera Southern, pero también adquiere resonancia en miembros de la sociedad civil, la prensa aliada y otras instituciones y agentes estatales. Veamos: se habla de “absolver dudas”, “revertir la desconfianza”, “resolver preocupaciones legítimas”, todo ello como parte del diálogo. Para quienes no conocen los antecedentes del conflicto, su sangrienta historia, sus pormenores, este lenguaje puede mostrarse como auténticamente democrático, derrochante de buena voluntad. Sin embargo, la realidad es otra. Este lenguaje desconoce que la población local del Valle del Tambo no tiene dudas, sino certezas; no tiene prejuicios, sino conocimiento de causa. Es la certeza –basada en la experiencia– de que la Southern es una empresa con un prontuario de contaminación ambiental y un amplio bagaje de prácticas autoritarias y ofensas a la población local lo que moviliza la oposición al proyecto, convirtiéndola en la posición mayoritaria en el Valle del Tambo. De ahí que la gente haya dejado recientemente en claro, a través de sus representantes, que sobre la viabilidad del proyecto no hay nada que dialogar. Si no fueron tomados en cuenta para definir si el proyecto es realizable, el diálogo posterior pierde sentido. Esta es la realidad que el gobierno neoliberal extractivista de Martín Vizcarra no está dispuesto a ver.

Por ende, la única forma que tiene el Gobierno de comenzar a recuperar la confianza de la gente del Valle del Tambo es aceptar que el proyecto Tía María es inviable, enterrarlo y dirigir en cambio sus esfuerzos (esa clase de esfuerzo y empeño que pone para promover proyectos mineros) a generar políticas públicas en materia agraria e hídrica. En particular, apuntando a la situación particular del pequeño y mediano campesino, así como a la disponibilidad y equitativa distribución de agua de calidad para uso poblacional y agrícola, políticas que a la fecha son prácticamente inexistentes. Si al Gobierno de verdad le preocupa el desarrollo económico en Islay y el Valle, dichas políticas son imprescindibles, y no pueden estar condicionadas a la implementación de un proyecto minero. De hecho, esa condición es parte del chantaje que constituye sus “mesas de diálogo”. Su fórmula es “¿Quieres inversión? ¿Quieres desarrollo? Entonces acepta el proyecto de la Southern, sino no soltamos un solo centavo”. Por otro lado, el Valle del Tambo es un valle agrícola próspero por los emprendimientos de su gente: no gracias a una gran empresa o al Estado, sino a pesar de la desidia de este último cuando de promover algo que no sea inversión privada a gran escala se trata. Si han logrado tanto sin el apoyo del Estado e incluso a pesar de su autoritaria y violenta testarudez para promover proyectos que no los representan, ¿cómo sería si lo tuvieran de su lado? 

De esta manera, la coalición extractivista maneja un lenguaje que en apariencia es democrático, pero que situado en contexto arropa un ejercicio de poder autoritario y paternalista. Autoritario porque toma decisiones importantes sin tomar en cuenta la voluntad de la población principalmente afectada por estas, y paternalista porque asume, de forma sutil y eufemística, que la gente está confundida, confusión que ellos como élite política y económica “que tiene las cosas claras” ayudarán a disipar. Con esto en perspectiva, las protestas locales ya en proceso y la renovada indignación que las moviliza son más que comprensibles.

Es así como la coalición extractivista pretende definir los términos de la discusión, creyendo que con ello será capaz de controlar los escenarios que puedan derivar de ella. Si bien el lenguaje utilizado no es –al menos por ahora– abiertamente ofensivo (como sí lo fue el utilizado por el ex Premier Cateriano en los peores momentos del conflicto del 2015), este paso tomado por el Gobierno constituye un error similar al del Gobierno de Humala. Como decía Marx en el 18º Brumario, “la historia se repite dos veces: primero como tragedia, luego como farsa”. Mil veces se ha repetido esta historia en el Perú, pero ni los poderes oficiales ni los poderes fácticos aprenden. Juntos, ya habiendo decidido que el proyecto va y que solo falta «socializarlo» para comenzar operaciones sin haber antes acudido al Valle del Tambo para escuchar a la gente, ¿quiénes son los que realmente le cierran las puertas al diálogo? El balance empeora si consideramos que el poder del Estado emana de la voluntad popular. ¿Qué clase de gobierno es este, que escucha al dinero antes que a la ciudadanía en su diversidad? El gobierno neoliberal de la “farsa perpetua”.

En efecto, la coalición extractivista le llama “mesa de diálogo” a ese espacio generado luego de que reservó para sí y para el gran capital las decisiones verdaderamente importantes. Sin embargo, existe otro nombre para ello: la mecedora. Supuestamente la vía democrática en la cual la población puede ejercer su derecho a ser parte de la toma de decisiones –aquella que el Gobierno y la empresa minera tanto se jactan en ejercer y respetar, las “mesas de diálogo” suelen ser en cambio un instrumento de poder ejercido para reducir a la población a un actor pasivo, con voz pero sin voto, que no decide nada realmente importante, sujeto a las decisiones de otros sobre temas fundamentales que no son objeto de cuestionamiento. En el marco de este mismo conflicto, las y los tambeños ya han pasado por la mecedora antes, y por ende conocen muy bien la naturaleza de su engaño: todo lo que pueda ser positivo para la población local –aquello que el Estado tiene la obligación de dar por derecho– es condicionado a satisfacer primero los intereses del gran capital.

Con todo ello en perspectiva, este discurso deja en claro una vez más que el gobierno no solo es juez y parte (porque evalúa y juzga los mismos proyectos que promueve), sino que de fondo su compromiso con los grandes inversionistas se encuentra muy por encima de su compromiso con la ciudadanía y su derecho a decidir sobre aquello que pueda afectarla. Con la luz verde brindada al proyecto sin antes consultar a la población, queda claro que para el Presidente Vizcarra (al igual que para todos sus antecesores en –al menos– todo lo que va del presente siglo) la población local no merece un lugar en la verdadera mesa decidora.

Por otro lado, al parecer al Ejecutivo solo le interesa abrir espacios de diálogo cuando las iniciativas para implementar proyectos emergen “desde arriba”. Esto no es algo privativo de la actual gestión, sino una tendencia generalizada para quienes han pasado por Palacio. En ese escenario, el mismo Presidente, su Premier y demás ministros se muestran más que dispuestos a participar de forma activa y presencial en las negociaciones. Es el caso de las inversiones de la élite económica nacional y transnacional, que son, evidentemente, cuestión prioritaria para ellos. Sin embargo, cosa muy distinta ocurre cuando la población exige “desde abajo” políticas públicas que permitan, por ejemplo, el desarrollo de actividades económicas socialmente importantes, como lo es la pequeña y mediana agricultura para un segmento importante de la población, quizás aquel segmento más económicamente vulnerable de este país. En este segundo tipo de escenario, como ocurrió recientemente luego del paro agrario, los altos mandos del Estado difícilmente están presentes ni se muestran activamente interesados en promover dichas iniciativas. En vez de eso desplazan rápidamente a los dirigentes sociales a reuniones con operadores estatales de poca capacidad deliberativa, establecen mesas de conversación no vinculantes, mesas de diálogo e iniciativa pero no de acción (que no los obliga a llevar a cabo lo acordado), imponen con suma frecuencia los términos de la discusión aislando y excluyendo con ello las preocupaciones más importantes[1], etc. En síntesis, pareciera que estos altos mandos movilizaran sus recursos de poder midiendo las políticas de Estado con arreglo a la cantidad de dinero invertido, más no con arreglo al grado de necesidad de la gente o a la cantidad de gente necesitada. Esa es la cuestión de fondo. Eso es lo que subyace a la organización neoliberal del Estado: no son las poblaciones más vulnerables sino los grandes inversionistas quienes siempre están primero.

Volviendo al caso de Tía María, la licencia concedida a la empresa minera Southern fue autorizada únicamente “desde arriba” aprovechando el vacío legal en el cuál la licencia social (la autorización “desde abajo”) no es requisito para aquella. Esto quiere decir que se ha priorizado el cumplimiento de un procedimiento legal administrativo por encima del derecho fundamental de la gente a decidir sobre lo que ocurre o deja de ocurrir en el lugar que habita. Esta ponderación jurídica, este juicio del valor de una cosa sobre la otra investido de oficialidad (y perfilado casi como si fuese un acto neutro, objetivo, inevitable), resulta profundamente antidemocrático: el gobierno de Vizcarra ha atentado contra la voluntad popular a través de un argumento legalista, que evade selectivamente no solo arreglos legales (posibles interpretaciones) de carácter constitucional, sino también toda una historia de abuso a nivel local y un prontuario de contaminación ambiental perpetrados por la Southern. Ese es el curso que toma la cultura jurídica en el marco del neoliberalismo: la gran inversión por encima de la voluntad popular, la verdad y la historia.

Tanto los antecedentes del conflicto en el Valle del Tambo como los antecesores de Vizcarra demuestran que las muertes de policías y manifestantes constituyen un costo legítimo a pagar (en tanto costo externalizado, por supuesto) con tal de que las inversiones tomen lugar. Si ante esas muertes dichos antecesores decidieron postergar la promoción de inversiones, ello jamás ocurrió por una cuestión de principios, sino porque el bombardeo mediático y ciudadano sobre su autoritario accionar empezaba a pasarles factura. Eso es precisamente lo que pasó en el Valle del Tambo en el 2011 y en el 2015. Eso es lo que ocurre en muchos otros conflictos sociales teñidos de sangre. La muerte de la gente no se compara para ellos con la ola sostenida de mala publicidad política y correlativa deslegitimidad. Las vidas de la gente de a pie –de policías, de civiles– son desechables. Igual para los grandes inversionistas: las muertes no son lamentables porque la vida de esa gente tenga para ellos un valor superior a sus inversiones (si la tuviera, no preferirían –los mineros– exponerse a ser demandados para pagar multas por contaminación ambiental antes que dejar de contaminar ríos y lagunas), sino porque son mala publicidad para sus negocios. Es lo que ocurre con Southern: 8 personas (entre civiles y policías, todos gente de a pie por supuesto) murieron en los enfrentamientos del 2011 y 2015 ocurridos en el Valle, y sin embargo la empresa minera vuelve a intentar llevar a cabo el proyecto, como si no hubiese pasado nada. Esa es la ética neoliberal que gobiernos y capitalistas comparten: el lucro como valor supremo al cual todo se somete. Esa es la ética que vuelve a tomar lugar hoy. Con los pasos dados hasta aquí, Vizcarra no se muestra reacio a seguir el mismo camino.

Foto: Diario Correo

Julio Salazar Delgado es antropólogo con experiencia en investigación interdisciplinaria. Trabaja en temas de conflictividad social, el derecho como cultura política y el género. Miembro del Círculo de Estudios Críticos del Derecho y Descolonización.


[1] http://www.otramirada.pe/el-paro-agrario-y-el-di%C3%A1logo-con-el-gobierno

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