Por Carlos Rodrigo de la Torre Grados* (@SuricatoRojoSun)
Para los peruanos, el 5 de abril no es una fecha cualquiera. Por lo menos no desde 1992. Desde entonces, este día termina dividiendo a la población: para algunos fue una fecha en la que “se salvó el país” y para otros, es el comienzo de “una dictadura”. Lo cierto es que, 27 años después de ocurrido, no podemos separar el 5 de abril de la realidad que actualmente vivimos. Y es que, el quiebre generado en ese entonces -y continuado con el Congreso Constituyente Democrático, la actual Constitución, la re-re-elección y el retorno a la democracia- nunca fue debidamente reconocido por la sociedad peruana en su conjunto. Incluso con el derrumbe del fujimorato, las premisas que dieron pie a lo ocurrido, se mantuvieron, en gran parte, inalteradas en el Estado y sociedad peruana.
Lejos de los discursos y mitos que las organizaciones políticas han construido alrededor de este día, el autogolpe representa algo mucho más grande: fue una constatación tangible y concreta que la sociedad peruana optó conscientemente por “suspender” el sistema democrático y republicano porque había intereses superiores que salvaguardar (vida, tranquilidad, seguridad); es decir, probó en la realidad la tesis de Maquiavelo, en la cual se afirma que hay fines que justifican los medios.
¿Qué premisas facilitaron y permitieron lo iniciado en dicha fecha? Y más importante aún ¿cuáles persisten actualmente? Las dos principales son el descredito del sistema político de representación ciudadana (la democracia representativa y las organizaciones políticas e instituciones que lo conforman) y una probada ineficiencia del sector público en satisfacer las necesidades mínimas que justifican su existencia (seguridad, justicia, servicios públicos, etc.).
Ambas premisas son demasiado cercanas a la actualidad, no hay que olvidar que en la última elección se constató que la justicia electoral funcionó de manera diferenciada para descartar ciertas candidaturas (Guzmán o Acuña) y salvar otras (Keiko); la desaprobación actual de los poderes públicos implica una falta de legitimidad de las mismas y una ausencia de identidad entre los ciudadanos y dichos poderes y la percibida debilidad e ineficiencia de quienes ejercen el gobierno para solucionar problemas reales (la reconstrucción de zonas afectadas por desastres naturales, la prevención y solución de conflictos socio-ambientales, la inseguridad en las zonas urbanas y rurales). Todo ello, requiere un cuestionamiento directo a la autoridad y al poder que, nosotros como ciudadanos, le venimos dando… de pronto el antecedente del cinco de abril no parece tan lejano, ¿no?
En su momento, la sociedad peruana demostró estar dispuesta a pagar un precio en vidas, libertades, el fin de instituciones, etc., por la promesa (o apariencia) de que dichas incapacidades sean superadas por un dictador o caudillo; precio que, ciertamente, seguimos pagando.
La necesidad inmediata de derrotar a dicho régimen y desmontar las estructuras de acumulación de poder y corrupción, agotaron todos los esfuerzos de la transición. No basta la arenga “nunca más un cinco de abril” si cuando nos enfrentamos a un conflicto estamos dispuestos a sacrificar las reglas de convivencia mínima de todos por un supuesto “fin superior” (el conflicto de las Bambas se puede explicar bajo esta premisa).
El “roba pero hace obra”, “el otro también lo hace” y “con la democracia no se come” pueden sustentarse con lo ocurrido ese día y los días y meses que le siguieron. Es esa idea de que el sistema de reglas que nos hemos impuesto para vivir en sociedad puede romperse por “fines superiores”, premisa que explica claramente cómo el interés público o la cosa pública, no existe o es rápidamente superada por “fines superiores”.
Un ejemplo simple pero trágico. Acaba de ocurrir un accidente mortal en un bus de transporte informal, en un paradero informal, en donde fallecieron 17 pasajeros. Tanto los dueños del bus, sus trabajadores y los pasajeros, sabían que el servicio era informal, es decir, que no cumplía con las reglas que se han impuesto para poder prestar dicho servicio. Lo mismo los dueños del bus, que privilegiaron su interés lucrativo mientras que los trabajadores del bus hacían lo propio con su derecho al trabajo y los usuarios a transportarse. Cada uno de ellos puso encima de las reglas de la formalidad un interés que ellos consideraron superior, y lamentablemente, dicha situación dio pie a la tragedia que hoy lamentamos. ¿El Estado falló?, sí ¿una mejor fiscalización habría podido evitar dicha tragedia? tal vez, pero no es la coerción del Estado lo que le da vigencia y cumplimiento a las normas y reglas de convivencia, es su reconocimiento y aceptación por todos los miembros de la comunidad. La fiscalización es un remedio, pero no puede ser el medio de asegurar la vigencia de un sistema normativo.
¿A qué voy con ello? A que el “legado” del cinco de abril no es de un movimiento político determinado, sino que se encuentra impregnado en toda nuestra sociedad, porque en dicha fecha y lo ocurrido a partir de ella -aunque tenga autores individualizados y determinados- participó toda la sociedad peruana, sea por su activa participación o por su mayoritaria omisión. Eso quiere decir que cuando el anti-fujimorismo centra su mirada solo en el fujimorismo renuncia a reducir la lógica y conductas que lo mantienen: esas que impiden cualquier intento de construir Republica perduren en la sociedad peruana.
Ahora vemos que el “legado” del cinco de abril no está en una organización política determinada, sino en toda la sociedad, y podemos encontrar su lógica tanto en conductas individuales, como la actividad política de organizaciones como Fuerza Popular, el Apra, el PPC, y hay que decirlo, en las organizaciones y movimientos de izquierda, en la conducta de funcionarios públicos, jueces “hermanitos”. El reconocerlo es el primer paso si es que se desea generar algún tipo de cambio.
Pero el reconocerlo no es suficiente. Es nuestro deber acompañar ese planteamiento con una lógica que lo reemplace y que permita construir las instituciones republicanas necesarias para asegurar libertades, representación política y el ejercicio de las actividades económicas y productivas. Es pues, asumir la responsabilidad de crear nuevas organizaciones políticas o relanzar las existentes. Es atacar el legado del 5 de abril en sus propias conductas, en las políticas de Estado existentes.
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Rodrigo de la Torre es abogado de la Pontificia Universidad Católica del Perú, con estudios de Maestría en Derecho Constitucional y Derechos Humanos de la UNMSM.